Claudia Cáceres

La antropología, que normalmente se ha definido como el estudio de la cultura, tiene en ella misma una doble mirada, que conjuga la unicidad y la diversidad. No podemos hablar de una única cultura humana, debido a la enorme diversidad de sus expresiones, pero desde el punto de vista de esta disciplina, se busca comprender aquello que tenemos en común los seres humanos, en este sentido la cultura se construyó como un concepto o categoría analítica, a la vez que se avanzaba en explicar la diversidad de las expresiones culturales en sus originalidades. La forma de adquirir el conocimiento en la antropología, es como en toda ciencia, recogiendo datos, observando, observando hacia afuera del individuo. El investigador se percata que está siendo un observador, y que desde ese punto puede tener una serie de apreciaciones que condicionan su forma de comprender cómo se organizan las culturas desde unos prejuicios propios de su propia matriz de existencia. Introduce gracias a los prejuicios la noción de la otredad, en donde la antropología construyó durante muchos años al “Otro” como un objeto.



El Yoga por su parte es una disciplina que igualmente estudia a los seres humanos, pero no desde una mirada hacia afuera, sino más bien desde un ejercicio de introspección. En el yoga quien observa es el mismo observado, no es un “Otro”, sino que es el observador mismo. En ese ejercicio de la comprensión de sí mismo, encuentra que él o ella misma contiene la dualidad: unicidad y diversidad. Pues encuentra que su cuerpo, experiencia primera, está asociado a su cuerpo mental, y a su cuerpo emocional, entre otros estados de la conciencia y del ser. Cuando es capaz el individuo de reconocer que no es uno solo, sino la confluencia de otros sentidos, conciencia, y emociones, llega poco a poco a experimentar que a la vez es uno solo con la vida, con el Todo. Por tanto los “Otros”, dejan de ser lejanos, para ser incluidos en esta experiencia del ser.


Tiempo atrás cuando inicié mis estudios etnográficos con el pueblo wayuu, esto abrió mi percepción a una nueva forma de observar el mundo. Pues a través de los ejercicios del silencio mi mente se logró aquietar, callar su incesante conversación interna para observar el mundo sin este ruido. Allí junto a la abuela Dolores, bajo la enramada y el calor abrasante del desierto guajiro sentí como mi mente se despegaba de mi. Entendí que mi ser no solo eran mis pensamientos, sino que había algo más.
Los estudios en la antropología, me llevaron a conocer a muchos pueblos y líderes indígenas, que desde su forma propia de uso de la palabra, de sus medicinas ancestrales, de su forma particular de establecer vínculos y conexiones me fueron derrumbando ese mirar a los “Otros” desde los antiguos paradigmas antropológicos que hoy ya no se practican, por lo menos en la antropología latinoamericana. El “Otro” en la antropología latinoamericana se ha desvanecido, pues el otro lejano, resultaba ser nosotros mismos. Importantes aportes para el desarrollo de la antropología en latinoamerca se han hecho desde los años 70, en donde se ha enriquecido igualmente con las formas de comprender el mundo de los pueblos originarios, afrodescendientes, campesinos y gitanos. Mi experiencia antropológica se iba fusionando con una experiencia vital, con un sentido de vida, y sería entonces para mí un camino por recorrer la comprensión de las filosofías propias de los pueblos originarios.


Por otro lado, la experiencia de la práctica de Hata Yoga, que empecé a hacer con la guía de un libro de Indira Devi, me llevaría a conectar mi mente con mi cuerpo, desde la búsqueda de un bienestar en salud. La práctica que hacía era gimnástica. Había algo en las posturas que me retaban a investigar mi capacidad de hacer con mi cuerpo. Por su parte la antropología me llevaría igualmente a la investigación, en donde me preguntaba por los órdenes simbólicos de la violencia, ya que estaba en la búsqueda de sentido a un mundo que era en ese tiempo difícil, caótico y violento en mi experiencia, en donde el miedo gobernaba mi sociedad y me gobernaba a mi.


Tuve la bella oportunidad de conocer una pequeña escuela de Yoga en Pasto, y allí bajo la guía de Isabel, Carlos y Alicia, empecé por primera vez una práctica colectiva. Esto fue realmente interesante, pues mientras trabajaba abocada al servicio de poblaciones vulneradas en sus derechos y violentadas por el desplazamiento forzado, sentía la fuerza de lo colectivo como un proceso mismo de encuentro y recuperación social. Para ello fue fundamental el trabajo de la medicina tradicional del pueblo cofan, que con ayuda de la ayahuasca, logré dar un paso más en el proceso de conocimiento introspectivo.


Bajo la guía de Mauricio, aprendí el Ashtanga Yoga, un yoga que el maestro articulaba con su práctica médica. Esta versión de yoga fue muy interesante, porque requería de mi un poco más de compromiso. El ashtanga que tiene secuencias de posturas que se realizan con mayor velocidad, necesitaba desarrollar no solamente la concentración y la observación al maestro, sino también la corrección de mi práctica. Esa parte de corregirse en la postura es muy importante, porque implica que ya no solo se repite, sino que se está en el proceso intelectivo del yoga. El Ashtanga, con sus secuencias también me mostró un orden de las posturas, los propósitos de cada secuencia que se orientan a ganar habilidades básicas: el equilibrio, la fuerza, la elasticidad, empecé a desarrollar una nueva forma de estar en mi cuerpo.


Al mismo tiempo que iniciaba a enseñar antropología en la Universidad, empecé a guiar algunas prácticas de yoga, con estudiantes y colegas que quisieron practicar conmigo. Fue una época en donde empezaba a aprender a ser mamá y a enfocarme en el bienestar de otros: el aula de clase, la práctica del yoga y el cuidado en casa.


Abandoné por muchos años el yoga y la enseñanza, por trabajar en temas políticos. En mi interior siempre estaba extrañando la práctica del yoga y la docencia; después de cuatro años volví a las aulas universitarias con los jóvenes aspirantes a ser antropólogos y a la vez a la práctica del Ashtanga con Mauricio y desde allí volví a recuperar un poco mi rutina.


En mi caso, el yoga nunca ha sido un proceso lineal, soy una persona muy móvil, me gusta migrar. Considero que viajar, buscando establecerse por cortas temporadas, ayuda a abrir la mente, es parte del ejercico del trabajo de campo antropológico. Es como si necesitara repetir la primera lección con Dolores en otros lugares, pues migrar enseña a ver el mundo en su magnífica diversidad. Gracias a este impulso encontré al Sensei Mimoun, maestro de Karate y Yoga. Llegué a su dojo, porque mi hijo fue a tomar clases de Karate con él. El maestro Mimoun, me enseñó desde la primera práctica a conectar con una nueva dimensión del yoga para mi, la dimensión espiritual. Recuerdo sus meditaciones como las experiencias más liberadoras que he tenido en este proceso. Con su guía logré conectarme conmigo misma en los otros cuerpos que estaba ignorando o que estaban reprimidos por las circunstancias concretas de mi experiencia vital. Aprendí que el Yoga es un sistema de pensamiento, y que durante todos estos años he sido una estudiante de esta forma particular de ver el mundo. Aprendí con él los mudras, los mantras, la conexión fundamental con el ayurveda. Tuve el honor de acompañarlo en un congreso mundial de yoga, donde me dejaría realizar la traducción de una conferencia sobre mujeres y yoga.


Me di a la tarea entonces de hacer mi propia investigación sobre el yoga, la cual empecé junto a él, por su recomendación del libro Ayurveda, la ciencia de curarse a uno mismo. Con este libro comprendí los elementos básicos de las energías o doshas: Vata, Kapha y Pita, donde inicié a pensarlo en relación con mi ciclo menstrual. Empecé a leerme en este apasionante mundo de una forma distinta, entendiendo la relación con la diversidad de mis cuerpos: físico, emocional, mental, planetario y cósmico. La posibilidad de ubicarse en ellos, en las tareas que se requiera realizar, y entendiendo que toda esa diversidad en mi misma finalmente se encuentra en ese cuerpo cósmico.


Definitivamente los maestros espirituales de los pueblos indígenas, en especial Cayetano Torres del pueblo arhuaco, el taita Querubin y el taita Chepe del pueblo cofán, la líder mapuche Olga Curipan, la abuela Dolores Castro Epiayu del pueblo wayuu, me prepararon de tal forma que no hubo contradicción entre las diferentes tradiciones de pensamiento y las tradiciones espirituales. Existe una apertura o mejor una articulación en las tradiciones filosóficas de los pueblos indígenas y del mundo del yoga. La comprensión de las diferentes dimensiones del ser humano, su forma de diálogo con la tierra, con el cosmos, son un legado fundamental para la humanidad, que no debe limitarse a aprender de los libros y expresar mediante la palabra escrita, sino ser capaz de abrazar el aprendizaje en la práctica y darlo a conocer en ella misma y en la oralidad, en los cantos, en el bien ser y bien estar de todos como parte de una misma expresión de la vida sobre la tierra.


La antropología por su parte pareciera haberse quedado en los recintos universitarios, en los congresos, en los grupos de investigación y en los trabajos políticos. Sin embargo, para mi la antropología y el yoga han sido las herramientas que he podido tener y construir para esa comprensión de la cultura, de las culturas, de las personas, de los individuos, y desde sus muy diferentes formas de aproximarse a la realidad humana, me dan la tranquilidad de aquella poética que me permite ver las realidades desde diferentes lugares, como un prisma. En esta forma no hay dogmas, solo un proceso de aprendizaje en donde confluyen el yoga, la antropología, las filosofías de los pueblos originarios y que permiten ver a través de la práctica, de la etnografía, de la observación participante, del hata, el ashtanga, el tantra, etc; como la vida es un proceso de constante cambio y a la vez de permanencia, en un escenario donde igualmente se conjugan la diversidad y la unidad en un eterno baile de casualidades y destinos.